Color my life with the chaos of trouble.


16 ene 2014

La Bici Azul

Me desperté de la siesta y salté de la cama con un doble impulso de correr a cualquier parte. Correr no, mejor. Caminar tampoco porque el acto de caminar se me hace tan desesperante y eterno que se torna insoportable. Si quiero llegar a alguna parte no quiero entrar en la agonía de ver pasar las cosas a mi alrededor con la lentitud de mis pasos. Mis piernas son cortas y mi paciencia también. Así que mejor digamos que me desperté con el impulso de agarrar la bici azul con canastito y bocina, y salir rodando encima de ella a donde sea. Y de verdad, a donde sea es claramente a donde sea. Muchas personas cuando dicen eso, se imaginan al menos un objetivo claro de dónde puede llegar a ser ese espacio común que todos llamamos ‘dónde sea’. Bueno, pero yo no. No sé dónde queda. Nunca me explicaron.
Así que digamos que agarré la bicicleta con la misma bronca que me até los cordones (mal, seguro después voy a tener que hacer un curso para desatármelos) y con la misma violencia que arranqué un par de hojas de un cuaderno y las puse en la mochila, que puse en mi espalda, que puse en ningún lado porque ya está unida a mi cuerpo que senté en el asiento de la bicicleta azul con canastito y bocina después de abrir la puerta, para empezar a pedalear a mi lugar desconocido.
Pedaleé un par de vueltas doblando solo en las calles que tenían nombres que yo desconocía (porque si doblaba por las que ya conocía no tenía nada de ‘dónde sea’ mi ‘donde sea’. Llegué a una plaza que no sé cual era, dejé la bici al lado mío y me tiré en el pasto. Un poco de sol, el necesario, un poco de viento, el necesario, un poco mucho de yo, no gracias, no quería tanto. Pero es lo que me tocó.
Después me puse a pensar en cosas que me gustan, como la cara que hace mi conejo cuando bosteza, las orillas de las pizzas que la gente deja en los platos, y la expresión de complicidad que ponen los repartidores de volantes en las esquinas cuando logran entregarle un volante en mano a una persona y automáticamente parece que se crea un vínculo irrompible limitado a un pedazo de papel entre ellos dos. Es como un instante glorioso que capté una vez por casualidad, parada en la esquina donde paran todos los bondis en el Tokio de Morón, esperando andá a saber qué cosa porque ya me olvidé que era, pero me acuerdo de esa situación como si hubiera sido un momento crucial en mi vida que yo tenía que presenciar y recordar.
En fin, yo me pongo a pensar en todas estas cosas porque tengo bronca. Todos tenemos como un par de métodos para combatir a la bronca. Algunos no pudieron encontrar ninguno y así en la historia aparecieron Hitler, Bush y todos esos. Pero antes de ser Hitler y Bush yo prefiero agarrar la bici azul con canastito y bocina, tirarme en algún retazo de pasto (porque todavía quedan algunos bastante cómodos en el conurbano bonaerense) y pensar en las orillas de las pizzas y todo eso. Qué tiene de mágico yo no sé, pero hace que me olvide automáticamente de las broncas que producen los cortocircuitos negativos de mi cerebro. A veces pienso que mi cabeza es como una impresora. Y que cuando no tengo tinta le sigo mandando a imprimir igual, y empieza a salir todo el papel manchado y de colores extraños y desgastados que no se entienden nada, y después directamente no sale más nada y el papel está en blanco y ya nadie me entiende lo que estoy pensando y quiero decir. El problema es que los cartuchos originales ya se me gastaron hace un par de años y no sé dónde puedo conseguirlos, así que es como un problema que tengo pendiente. O tengo que dejar de mandarme cosas a imprimir hasta que consiga los cartuchos, o tengo que apagar la impresora, una de dos. Y las dos son también un problema porque si dejo de mandar a imprimir, la gente a mi alrededor va a creer que soy una autista (si es que ya no lo piensan) porque no voy a poder hablar nunca más, y si apago la impresora creo que me muero o algo de eso, porque dicen que si el cerebro se apaga te morís y listo. Y me parece que ninguna de las dos cosas están buenas, por lo menos por el momento.
A veces también me pongo a pensar que a todos nos mienten en la cara y no hacemos nada. Por ejemplo, el otro día fui a hacer pis. Siempre que voy a hacer pis, para no aburrirme mientras, leo las etiquetas de composición y esas cosas de los productos que están en el baño. De la nada, agarré una cajita de hisopos que decía ‘CIEN POR CIENTO ALGODÓN, FLEXIBLES E INDESPRENDIBLES’. Automáticamente me surgió la duda; abrí la cajita, saqué un hisopo y me puse a intentar desprender el algodón de los extremos. No me costó NADA sacarlo. Pensé que por ahí era uno que estaba fallado, y ni bien lo tiré saqué otro para hacer lo mismo. Y otro, y otro, y así como diez. A todos se los pude sacar con la misma facilidad. ¡Era mentira! ¡Mentira que son indesprendibles, loco! ¿Para qué mienten? Que te mientan los políticos y los directores técnicos del fútbol, bueeeeeeeeeeno. Pero con los hisopos, ¿qué necesidad hay de mentir?
Y así me colgué en el baño y mi hermana me empezó a golpear la puerta desesperada y todo el mundo creyó que estaba haciendo del dos, y en realidad era eso, que me había quedado comprobando una de las mentiras del universo alojadas en la cajita de hisopos. Después me di cuenta de que mi mamá habrá visto el fusilamiento de los hisopos en el tacho de basura y se habrá preocupado, porque la cajita no la vi más en el baño, y ahora cada vez que queremos usar uno hay que pedirle a ella para que nos diga donde están. Re loco todo.
Hola querida yo. Después de tanto rato de pensar pelotudeces, tengo calor, el pasto se volvió incómodo, quiero volver a mi casa para meterme a la pileta y lavarme los restos de bronca. Así que me paro, me sacudo el pasto del pantalón, agarro la bici, me pongo la mochila, miro alrededor, y otra vez vuelvo a pensar. En las hojas de papel que traje y ni siquiera usé, en que tengo re despintadas y sucias las uñas de las manos, en cómo será una tarde cualquiera en la vida de un testigo de Jehová, y en que creo que estoy evitando el momento de subirme a la bici azul con canastito y bocina porque la peor de todas las incógnitas que tuve en mi vida después de despejar x en matemática, es cómo carajo voy a hacer para  volver a mi casa, si estoy parada en el medio de una plaza en ‘dónde sea’, y no tengo la más pálida idea de dónde es, porque para llegar me creí que era Jack Sparrow usando la brújula esa que te indica dónde quiere ir tu corazón, y ahora no sé ni dónde es que estoy parada porque mi memoria y sentido de la ubicación tienen peor rendimiento que Movistar en año nuevo.
Yo no sé, pero me la juego que esa x, ni Einstein me la sabe despejar.  



Fin


10 sept 2013

El verano en Buenos Aires

Los perros echados en la vereda, el olor a supermercado Chino, las chicharras, los golpes del chancleteo de las hawaianas contra la vereda, la frase 'La revolución es del corazón' escrita con aerosol en la pared de la esquina, las rejas con medias-sombras agujereadas y mal puestas, el vecino gordo y pelado manguereando la vereda y las naranjas del frutero de la esquina que me tiran azahares dice el tango.
Llegó.

4 sept 2013

T.A.L.P


Ella se ríe fuerte y con ganas, despreocupada, con los ojos casi cerrados por la fuerza que sus pómulos ejercen hacia arriba, impulsados a su vez por la fuerza que también ejercen hacia arriba las comisuras de su boca. Sus dientes se notan, todos. No lo puede evitar y no le importa. No está pensando en si tendrá algún orégano de la pizza de hace un rato entrometido en algún rincón, o si se dan cuenta de que sus dos paletas son más grandes que el resto de los dientes. Simplemente su risa explota y se expande por toda la terraza, como un fuego artificial de mil colores distintos.

Él se ríe, porque la hizo reír, y las chispitas del fuego artificial le encendieron todas las cañitas voladoras de su risa, un poquito menos explosiva que la de ella, pero no por eso menos auténtica.


Los dos van girando según ven que giran los demás, y según cambia el ritmo de la música. No tienen mucha idea de cómo es el asunto, pero cada vez que se encuentran en el giro del medio, se miran como si se estuvieran por decir algo, y cuando se separan, vuelve a explotar la risa. Se miran, también, sabiendo ambos que están siendo ridículos y que no les importa. *



ffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffff you.




24 may 2013

Puntos de fuga

¿Nunca se preguntaron por qué aparece ese brillo en los ojos de las personas cuando están enamoradas?
Yo si. Lo noté mirándome por el espejo retrovisor del auto una mañana, después de haber tenido un sueño que no viene al caso. Casi atropello a un par de peatones y estampo el auto contra un semáforo; así que después de los insultos y la vergüenza decidí escribir esto porque tengo motivos suficientes.
¿Por qué nos brillan los ojos? Será el alma, que se nos quiere salir del cuerpo, y abrazarse a esa ilusión en carne y hueso, y no soltarla nunca más. Juntarse con esa otra alma, con ese otro espejo retrovisor.
El brillo en los ojos es el alma, viva, golpeando las ventanas, queriendo escapársenos de adentro. Y no hablo solo del amor común de las parejas; porque la palabra amor es demasiado inminente como para limitarla solamente a los clichés. Hablo del amor universal. Ese amor que sobresale ante la admiración, ante el esplendor, ante lo nunca antes visto y adorado. El ser humano está tan acostumbrado a la miseria, que cuando sucede algo inesperado y encantador, nuestro limitado coeficiente no es capaz de procesarlo. Entonces ahí es cuando pasa, el alma se nos quiere escapar otra vez, porque ella si entiende lo que está pasando y quiere ser parte, con todas sus fuerzas. Pero está encerrada y solo se choca contra los dos cristales haciéndolos brillar, y hasta a veces se logra escurrir entre las rendijas de las ventanas y eso es lo que nosotros llamamos llorar: el alma fugándose por nuestros ojos. Por eso las mujeres lloran más que los hombres. Tienen un alma más libre, más etérea, que se las rebusca y a pesar de toda opresión sabe abrazarse a esa libertad fugáz de dos instantes y medio.
Algunos hombres, en cambio, tienen las ventanas blindadas, y en la primera de cambio que el alma pide salir, les ponen la traba. Por eso yo digo que los hombres que lloran son incluso mucho más hombres que cualquiera; porque se atreven a la libertad. Y el resto, son simples cobardes.
No obstante, seguí pensando y llegué a otra conclusión para otra rama más en este árbol de letras. Las palabras. Ellas son la gloria y el infierno del alma. Con la misma arma se embellece y se destruye a la misma en cuestión de segundos. En cambio el cuerpo, que es algo físico, se hiere también con algo físico. Con los mismos cuerpos que a uno lo rodean. Esos que, en el acto más cruel que el mundo conoce como violencia y al que yo le llamo de ninguna forma porque no tiene nombre, toman por propia mano decisiones fuera de sí.
Por eso, es mentira que el alma está cubierta. El cuerpo, que es efímero ante todo, y con un puñal queda tendido, no puede proteger un alma. Aunque está esta encerrada, vive despojada de toda armadura. Porque el puñal atraviesa la carne, pero las palabras penetran el corazón atravesando todo el cuerpo y clavándose para siempre en el alma. Y es incluso mucho más cruel, porque el alma no puede morir. Pero la agonía puede durar lo que uno se permita. Si no nos dejamos llorar, si no gritamos, si no decimos. La voz, el llanto, las cosas transparentes son las fugas del alma, la cual puede escurrirse invisible.
La gente que no puede llorar tiene el alma encerrada en un huracán interno. La gente que no canta, ya sea en la ducha, o abrazada a una guitarra, difícilmente será la misma gente que corra tras los colectivos o agarre la última masita fina de la bandeja y la muerda con una sonrisa.

Roarrrr


21 may 2013

El diario de hoy

#nononono

#AndItdoesn'tmatterhowmanycolorsIpaintmynails,Isteelfeeldasame.

#DabigboysCAKE


#mantra


#ShootmedownDEUNABUENAVEZ!


#weeed


#memueroacá.

11 may 2013

¿Que los ángeles no existen? Yo estuve con uno.










She said she loves that girl roaring besides her, and that girl it's me.
Kate Nash 6-05-13 

2 may 2013

CAUSE I WANNA GIVE YOU A LITTLE TASTE
OF THE SUGAR
BELOW MY WAIST

29 abr 2013

Miramelindo






























Deliciosa Psicodelia
















Que nadie se haga cargo.

Lo eliminé del facebook. Lo saqué de mis contactos del celular, en vano, porque todavía me sé su número de memoria. Taché su nombre, arranqué las hojas con sus marcas de mis cuadernos. Lo borré también del correo electrónico, del blog, del skype. 
No pude encontrar el botón donde hacer click para eliminarlo también de mi cabeza; ni una goma, ni una tijera, con las que arrancar de mi piel sus huellas. 
No puedo matar a ninguno de los artistas y compositores, para que las canciones que escuchábamos dejaran de sonar para siempre, (y si lo hiciera, aún así seguirían sonando dentro de mi mente).
Despegué y rompí todas sus fotos, de todas las paredes, de todos los rincones. Pero después descubrí que tenía tatuada en el medio del alma su sonrisa como un rayo de lluvia de verano. Y su voz, grabada como un par de acordes perdidos en todas las melodías de todas la voces de todas las personas de todos los lugares de todos los días del mundo. 


Fiorella Labbozzetta ®

23 abr 2013

Me and my Gin Tonic boy


Nada más que Rock and Roll




Amorina se enloquece. No puede pasar un día sin que haya conseguido arrebatarle una mirada a cierta cantidad de hombres. Es como magia. Ella pasa, pero sin detenerse, al ritmo jazz de su caminar, y en exactamente dos segundos, (el tiempo máximo que se toma para echar una de sus miradas que te abren al medio), se roba los ojos de cualquier hombre que ella elija. Cualquiera, hablo en serio. Y si, claro. Claro que ella los elije. Ella sabe muy bien qué tipo de miradas coleccionar, y cuáles son las normas. No más de cincuenta años, y no menos de doce. Ojos grandes, medianos, pequeños. Oscuros y claros. Miradas que bajan o que la miran a la misma altura. Casados, solteros, con mano entrelazada o celular pegado a la oreja. A Amorina sinceramente no le importa. Sus ojos, los de ella, son como dos cuchillos. Si la mirás, no te queda otra opción que morir al instante y el único modo de salvarte es seguir mirándola incluso hasta que se aleja y desaparece, para revivir y darte cuenta de que tu muerte solo fue eso, la ilusión de un instante glorioso. Porque, claro está, todos queremos saber que se siente estar en el cielo y en el infierno. Bueno, los ojos de Amorina son ambos a la vez.
Ella adora los inconvenientes. O será que no le quedó más opción que acostumbrarse a ellos, que se le pegan como imanes. Si fuera una heladera, sería igual que la de su abuela, que es de esas heladeras típicas que ya ni se les ve el color de tantos imanes que tienen, todos juntos uno al lado del otro. Esa es la cuestión. Así como hoy a la tarde cuando compró un paquete de cigarros y no tenía encendedor. O intentó subir al colectivo y una mujer gorda se quejó de que no había hecho la fila, y tuvo que soportar las más de cuarenta personas subiendo al colectivo, mirándola con desprecio por intentar colarse.
Lo que esas más de cuarenta personas no se imaginaron ni de casualidad, es que ella ni siquiera se dio cuenta. Su cabeza está siempre allá lejos, como un barrilete cósmico que se le escapó de las manos a la nena que supo ser. Entonces sube al colectivo después de esperar y aguantarse las cosquillas asquerosas de vergüenza, para enfrentar la cara de simpático (irónicamente) del chofer, y el sonido maldito de la máquina indicando que no tiene más carga en la tarjeta Sube.
-¿Te dejo acá? –le dice el chofer con cara de molestia estomacal.
El colectivo ya había arrancado y estaba a media cuadra.
-Dejame acá –le contestó ella, después de intentar sin sentido pasar la una vez más, con la esperanza de que por alguna celestial razón hiciera el ruidito con luz verde que le permitiera ahorrarse al menos este inconveniente. Pero no.
-Permiso –le dijo a un pibe de camisa y portafolio que le obstruía la puerta delantera del bondi.
-Pasá, dale, yo te pago. -Le dijo el pibe, y no se movió nada. -¡Cobrame el de la chica también! –le dijo al chofer enseguida.
Amorina se inhibió por completo, y no le dijo ni gracias (cosa de la que más tarde se da cuenta y se siente ligeramente molesta) y se sentó en el primer asiento que vio libre. Casualmente era de esos que vas de espaldas al camino que recorre el colectivo, que a ella tanto le gustan. Dice que parece que la vida se estuviera rebobinando como una película de cassette. No lo sé, sinceramente para mí, nada que ver.
Su acompañante en el corto viaje (que luego no resultará ser tan corto como ella cree) es una señora cuarentona que charla incansablemente con el señor del asiento de enfrente que, según evidencias, parece ser el marido. Palabras así como el Pami, los chicos, la pileta y las siete de la mañana le revolotean a Amorina alrededor de los oídos mientras intenta leer la Rolling Stone del mes pasado que tanto luchó por conseguir y lo logró a pesar de que los canillitas la miraran con cara rara cuando pedía ‘la del mes anterior’, y agotada la venta de la misma por la casual nota y reseña fotográfica de la banda del momento, (nota que a ella no le interesaba en lo más mínimo) le decían que no estaba disponible. Pero ella ahora la llevaba enrollada en su cartera de acá para allá como si fuera un trofeo, porque, también casualmente, era el último ejemplar de todos. La vio a lo lejos colgada con broches en un puesto de diarios escondido cerca de las vías del tren. Cuando el canillita que la atendió le preguntó que necesitaba, ella le señaló con el dedo la tan deseada revista y le dijo:
-Eso que está ahí.
Ahora una nota intrigante titulada EY CABRÓN, WHERE ARE YOU FROM?, (la cual le hizo resonar en la cabeza la canción de La Mancha de Rolando durante el resto del día), le llenaba de preguntas los sesos. Pero dejó la lectura por la mitad, porque cuando levantó la vista y miró por la ventanilla, se dio cuenta de que estaba en la loma del orto.
A la vuelta.
Otra vez, segunda vez en tres días que se equivocaba con el 242. Se paró en seguida y en el transcurso bamboleante de llegar al timbre, se cruzó con la mirada del de camisa y portafolio que le pagó el colectivo. Cara de pibe, ojos de adulto, encorvado en su asiento, gesto de enojo con el jefe y de me espera mi mujer al mismo tiempo. Amorina tuerce la boca de pena y sigue su bamboleo hasta tocar un timbrazo que el chofer seguramente escuchó bien. Se baja. Don Bosco y Vèlez Sársfield. La puta madre.
Retrocedió varias cuadras costeando la Don Bosco hasta que paró en un kiosco a pedir fuego para un cigarrillo. La mujer que le abrió la ventanilla y le pasó el encendedor, tenía miedo. Amorina no supo darse cuenta de qué. La mujer, tampoco.
Continuó su retroceso hasta ver el cartelito de French del otro lado, y cruzó. Siguió por ahí unas veinte cuadras más hasta la esquina de Julián Pérez. Entró a su departamento masticando un bombón que compró dos o tres cuadras antes. Si había una debilidad en ella, no eran los hombres, ni la moda, ni los zapatos de plataforma. Era simplemente eso, chocolate y cigarrillos. Una vez a salvo de los inconvenientes, tira el bolso, se saca los zapatos, se enfunda los pies con sus medias a lunares, y desenfunda la guitarra. Abre el engendro mitad puerta, mitad ventana que da al diminuto balcón donde apenas entra sentada cruzando las piernas, y sale.
O entra.
Entra en su mundo de canciones, cielo estrellado y espionaje vecinal nocturno. Siempre espera que pase alguien, y se quede escuchándola cantar; pero sabe que eso no va a ocurrir, justamente porque ella lo espera, y ahí es cuando desea jamás haberlo esperado, porque a fin de cuentas lo que uno espera es justamente lo que nunca o casi nunca va a suceder; por ese simple hecho de adelantarnos a la suerte, ésta se venga, decepcionándote con esa diferencia abismal que hay entre nuestras expectativas y la realidad.
En fin. Su mini show acústico de balcón termina, mientras un chico de rastas en moto se detiene en la puerta de los vecinos de enfrente y entrega la respectiva pizza. Amorina desea comer. Sabe que no hay nada en su heladera más que tres cervezas, chocolatada Cindor y zanahorias. Desea haber robado la mirada del repartidor con rastas. Sabe que ya se fue, que ni siquiera la registró, y que eso no va a ocurrir. Desea fumar. Prende un cigarro más, con la guitarra encima y los pies a lunares sobresaliendo entre las rejas del balcón. Sabe que había prometido dejar de fumar. Y en su ping-pong de deseos y certezas, aparece El Chino, que no es ni un deseo ni una certeza, porque está parado ahí abajo hace media hora esperando que Amorina volviera a agarrar la guitarra, porque llegó justo para la última canción del show.
El Chino se dejó ver porque se cansó de esperar, vio el humito del cigarro y supo que ya estaba de canciones por esta noche. Miró para arriba y dijo:
-¡Ey!
Amorina lo escuchó bien claro. Se sacó la guitarra de encima, la apoyó en la baranda y se asomó:
-¿Qué hacé guachín? –le dijo, imitando el lenguaje barrial.
Los dos se rieron.
-¿No pensás bajar a abrirme? –le dijo él arqueando las cejas, y Amorina desapareció del balcón con guitarra y todo, para reaparecer dos o tres segundos después abajo, detrás de la puerta, con el cigarro en una mano y acomodándose el pelo con la otra. En vano, porque su pelo es un natural desastre inminente de ondas pelirrojas.
El Chino en realidad no es chino. Le dicen así por sus ojos chiquititos de color marrón oscuro, y por la forma en que se le achican todavía más cuando… estem, bueno. No viene al caso.
Pero de chino no tiene nada. Su verdadero nombre es común, y se esconde hace años tras el mismo apodo y su metro setenta y monedas de puro rock and roll. Si vos lo vieras caminar por la calle y fueras hombre, lo evitarías remordiéndote de envidia. Si fueras mujer, no te quedaría otra que seguirlo y averiguar su dirección o su teléfono o lo que sea que te fuera posible. Es que, si los ojos de Amorina son el cielo y el infierno al mismo tiempo, la sonrisa del Chino es el limbo: te deja idiota, parado en el medio de los dos. Para siempre.
Sentados en el sillón, mientras ella le cuenta que ayer se electrocutó con la plancha y casi se desmaya, El Chino piensa en partirle la boca de un beso; y mientras enfrente la vecina piensa y le dice a su marido que la pizza esta asquerosa, yo por mi parte pienso que Amorina no tendría objeción alguna al pensamiento del Chino.
Afuera, un perro ladra. La noche se hace más noche, y las tres cervezas que estaban en la heladera, ahora están vacías sobre la mesa ratona. Amorina está desparramada en la cama, y si no fuera por el conjunto de ausencias, miedos, cobardías y orgullos, El Chino estaría en el mismo lugar. Pero no. El esta vez, como todas, otra vez, se desparramó solo en el sillón.
Yo sé que los dos se morían por desparramarse juntos.

· · ·
Es de noche. Tarde, y muy tarde. Amorina sentada en un rincón de un bar, cruza las piernas y muerde el limón de su Gin Tonic.  Se relame al ácido de los labios, haciendo desaparecer junto con restos de rouge, los últimos rastros de sus besos. Toma un trago. Piensa en él. Mis nochecitas de rock and roll, no son lo mismo si no estás vos. Desde la otra punta, un flaco la mira, y se relame igual que ella, pero en su mente. Sin querer, cruzan miradas. Amorina está tan colgada, que no se da cuenta de la magnitud de la situación sino hasta que el pibe se para y se acerca, creyéndose correspondido, y es entonces cuando ella corre la vista, y piensa que ya es demasiado tarde para zafar: no le interesa. Se descruza de piernas, se para, y antes de que el flaco pueda llegar a sentarse a su lado, ella huye rozándole un hombro, dejándolo parado en el medio de la multitud con el chamuyo en la boca y la dignidad en el piso.
La música fuerte de los Guns and Roses resuena en toda su cabeza mientras se mueve a un detenido compás, quizás descoordinado, quizás no, con su Gin Tonic en la mano y lo que queda de su mente lúcida cantando la canción por lo bajo. El Chino ya no está y es por su culpa. Toma otro trago, esta vez más largo, el último. El vaso se le resbala de las manos como si se tratara de jabón.
No me queda nada más, piensa. Nada más que Rock and Roll

Fiorella Labbozzetta ®




19 abr 2013


Con vos es cuatro de noviembre
cada media hora
(atrasaré las horas, horas, horas)
Que algo te libre
de las penas acompañadoras
cuando te sientas sola, sola, sola